La evolución reciente de la conceptualización y discusión sobre desarrollo, especialmente en Iberoamérica, ha venido dándole cada vez más preponderancia al papel de los actores locales en la consecución de mejoras en la libertad de las personas a partir de la gestión de lo común, asumiendo esto último como una razonable definición de desarrollo humano. Hoy en día, cualquier desarrollo es territorial/local o no es desarrollo. Esto, a su vez, condiciona el devenir de los sistemas político institucionales a nivel subnacional.

No se trata de un asunto simplemente espacial. Cualquier desarrollo implica asumir la complejidad (los humanos no accedemos a explicar toda la realidad y, por ello, no hay explicación unidireccional válida, toda construcción situacional admite arreglos diversos en función de sus participantes y contextos) y solo la construcción en torno a lo común abre pequeñas posibilidades a la dificilísima articulación que facilita estos cambios y mejoras.

El desarrollo humano, sea cual sea su visión y operación, supone considerar los seres humanos y el espacio en el que habitan como centro de cualquier propuesta de cambios. Rara vez los países o las regiones (entendidas como agrupaciones de países) o las configuraciones del sistema institucional global, disponen de herramientas para gestionar esa interacción social, económica, cultural y ambiental que justifica el planteamiento de lo público en torno a una comunidad humana. Las múltiples formas de interacción territorial (local-global) parecieran ser las únicas capaces de constituirse en base de cualquier innovación política en torno a las mejoras del desarrollo.

En esta línea que conecta inexorablemente posibilidad de desarrollo y territorio, los acuerdos amplios y la vocación de consensos son parte de una ambición filosófica permanente, pero las metodologías reconocen la cotidianidad del disenso, la contradicción de intereses, la discusión a veces sin solución, propio del espacio de interacción local. Esta manera de entender el desarrollo está condicionando el desempeño de los sistemas de gestión pública, obsoletos en esa tarea dirigir estas transformaciones (centrados aún en la vieja idea de la persona y el partido gobernantes como rectores de lo que ha de hacerse) e impulsa la transformación de estos sistemas de gestión estatal y la articulación político institucional en torno a su funcionamiento, para aumentar su flexibilidad y dar cabida a sistemas de interacción y operación más híbridos, centrados en articulaciones público-privadas, en los que el gobierno del territorio estimula múltiples interacciones y facilitaciones entre actores diversos hasta recoger, en forma de políticas públicas, una línea estratégica de acciones orientadas al cambio.

Más tiempo entre nosotros tienen las líneas de conceptualización y discusión que priorizan sostenibilidad desde una perspectiva económico-social y ambiental para ese desarrollo. Esta segunda pata está constituida como un área mucho más amplia, rica y de difícil precisión, porque abarca múltiples áreas científicas, perspectivas y enfoques, por lo que en ella se sienten relativamente cómodos, con o sin acuerdos, muchos movimientos, actores e intereses aparentemente contrapuestos: verdes y ambientalistas, anticapitalistas, comunistas, socialdemócratas, socialcristianos, indigenistas, libertarios, académicos, oenegés promotoras de economía solidaria, organismos internacionales de cooperación y promoción del desarrollo, banca multilateral, países de todo tipo (avanzados y no tan avanzados, democracias liberales y populares, dictaduras y teocracias…), gremios empresariales, grandes corporaciones, entre otros.

Más bien cuesta identificar quiénes se oponen más o menos clara y abiertamente a los principales postulados y guías de acción para promover la sostenibilidad socio económica y ambiental. Quizá algunos movimientos populistas-libertarios-conservadores, algunos grupos religiosos, también movimientos anarco capitalistas, casi todos porque ven en estos planteamientos globalizadores una avanzadilla de la progresía para controlar desde los estados y desde Naciones Unidas a todos los seres humanos del planeta y así construir un sistema de opresión que, supuestamente, va en contra de los valores inherentes a lo humano (los que defienden desde cada una de sus posiciones, claro). También, quizá, marxistas-leninistas, maoístas, guevaristas y otros grupos anticapitalistas y neorevolucionarios, que no consideran ni siquiera razonable el planteamiento de los derechos humanos como algo más que una manipulación sistémica para que no cambie nada y quieren construir una versión crítica a todo el ensamblaje de sostenibilidad apelando al poder comunitario, la democracia directa, la economía solidaria y las alternativas sistémicas al actual orden del Mundo. Consideran que cualquier forma de sostenibilidad pasa por acabar con el capitalismo mismo.

Pero la sostenibilidad, sin que importe mucho el enfoque que la plantea, delata que los humanos nos integramos como sistema en un entorno primariamente humano, social, en el que nuestra capacidad de integración con criterios de preservación, equilibrio de cargas y justicia parecieran condicionar el desempeño social de los sistemas, resultando inadmisible una sociedad que perpetúa la pobreza, las grandes y persistentes desigualdades o la discriminación de origen entre humanos (por características étnicas, opciones sexuales, creencias, nivel de riqueza, etcétera). Además, resulta entendible como sistema, también, vinculados a nuestra roca, con toda la Naturaleza y sus sistemas ambientales incluidos, la diversidad de manifestaciones y equilibrios de la vida e, incluso, considerando su integración al sistema solar, el espacio que ocupamos en nuestra galaxia y el Universo que constantemente intentamos explicar. Sin considerar la Tierra como parte de nuestro sistema, las soluciones y respuestas humanas serán siempre frágiles y cargadas de deterioro y violencia.

También llegó para quedarse como pata de la mesa del desarrollo la revolución feminista. Aunque para algunas personas podría estar bien incluida en ese amplio apartado de sostenibilidad socio económico y ambiental, para otras tiene suficiente importancia para, incluso, liderar por sí sola cualquier reenfoque de bienestar y las vías para alcanzarlo (es decir, para considerar que no habrá entonces desarrollo desde cualquier enfoque que no priorice la avanzada feminista). La revolución feminista tiene aún más tiempo que las dos tendencias citadas con anterioridad, pero continúa renovando sus ambiciones y metodologías para condicionar cualquier planteamiento técnico o político sobre el futuro de la humanidad.

En el feminismo, el espectro de apoyos y oposiciones pareciera tener menos consensos, a pesar que se ha vuelto común cierta base discursiva respetuosa de formas en torno a los derechos de las mujeres y las niñas, como centro de las posiciones políticamente correctas en casi todos los actores políticos y sistemas institucionales. El feminismo es una mezcla de líneas de investigación y divulgación científicas junto a consideraciones político-ideológicas y, a partir de ello, reconociendo que la producción científica conlleva inherentemente controversias, las fuentes político ideológicas no solo admiten controversias, sino que, muchas veces, viven de ellas.  

Teniendo presente que una buena parte de la construcción ideológica feminista impulsa de forma intrínseca su carácter contracultural y antisistema (asumiendo que los sistemas sociales humanos han sido predominantemente patriarcales y machistas durante miles de años) vale la pena considerar que las propuestas de desarrollo impulsadas desde esta vertiente tendrán también tantos matices y variaciones como estas narrativas admitan. Porque existe un amplio abanico de feminismos que debaten la gran variedad de cuestiones que se batallan cotidianamente (en realidad todos los asuntos de la humanidad admiten una lectura feminista). Por ello hay feminismo liberal y feminismo revolucionario, feminismo intelectual y popular, feminismo queer o transamigable y feminismo que quiere seguir reconociendo el sexo como referencia para los reclamos y distinciones; feminismo proempresarialidad y feminismo anticapitalista, incluso, aunque parezca extraño, feminismo judeo-cristiano, musulmán o indio, por nombras algunas variantes.

Pero lo cierto es que la desigualdad entre hombres y mujeres es transversal a los países, las edades, las culturas, las clases sociales y los territorios. Se trata de una problemática tan obvia y fácilmente observable y medible, que aún hoy en día son solo una pequeñísima minoría los países y pueblos que han avanzado mucho en términos de igualdad y, además, aún así, están distantes de una buena parte de los reclamos de representación en espacios de poder y equilibrio de cargas público-privadas más razonables, si se considera a mujeres y hombres con los mismos derechos y deberes, en sentido normativo y en sentido práctico.

La gran mayoría de países y pueblos, en realidad, están lejos de planteamientos que son comunes en aquella pequeña minoría y las violaciones que sus sistemas toleran se agudizan con la mezcla de múltiples otras formas de discriminación (por nivel socio económico o nivel socio educativo, por origen étnico, preferencias sexuales, origen geográfico, edad, etc.) La desigualdad por género en la mayor parte del mundo es, además, menos dinámica que otras desigualdades, es decir, la condición de niña y mujer ancla de manera más dura e inexorable a ciertos roles y funciones a las personas que la condición étnica o la pobreza, sin pretender restarle importancia a los anclajes de la pobreza o la discriminación racial.

Se trata de tres revoluciones políticas en marcha que intentan matizar los impactos de las transformaciones tecnológicas, la cuarta pata de la mesa del desarrollo, en la que tiene una importancia quizá menor sus vericuetos político-ideológicos. O la tiene, claro, pero a diferencia de las tres anteriores, no requiere de grandes movilizaciones intelectuales y políticas para gestionar la aproximación e interacción de millones de actores con algún posicionamiento en torno a sus transformaciones, claramente transversales a todo lo que somos y hacemos. No hay una sola forma de entender la innovación tecnológica y su espacio en los planteamientos políticos, pero pareciera claro que somos cada vez más los actores con dificultades para que, incluso en los sistemas democráticos más avanzados, nuestra opinión tenga algún peso en la configuración del entramado futuro en el que están influyendo abiertamente estas transformaciones.

Asuntos como ¿Qué es la vida y cómo se regula su intervención? ¿Qué aspectos de nuestra privacidad escapan a la interacción global? ¿Cómo se distribuyen los costos y beneficios futuros de las innovaciones? ¿De qué modo nos relacionaremos con un mercado de trabajo en el que compartimos espacio productivo cada vez más dominado por máquinas y sistemas de inteligencia artificial?, son algunos de los aspectos que, desde esta arista, condicionan constantemente el resto de los planteamientos a la hora de la interacción social territorial motivada al desarrollo.

Cualquier consideración sobre desarrollo en el presente y el futuro supone un diálogo constructivo sobre estos cuatro ejes de transversalización (todos influyendo dinámicamente sobre los demás y sobre el resto de los elementos que cabe considerar en la construcción de un futuro compartido), sin que importe qué tanto nos gustaría negar en todo o en parte algunos de estos procesos e ideas con sus implicaciones.

Todo depende de la capacidad de los territorios y sus sistemas de actores para acumular interacciones y acuerdos que faciliten gobiernos más abiertos, participativos y eficaces para gestionar lo común, para considerar las implicaciones sociales y ambientales de nuestras decisiones, la capacidad de construir un futuro de relaciones en las que los cuidados y el poder no tengan condicionantes de género y la innovación tecnológica en los procesos y sistemas humanos considere dinámicas cada vez más constructivas, integradoras –dentro de la diversidad– y esperanzadoras hacia el futuro de la vida humana en la Tierra.

Es cierto que la complejidad nos pone en contacto con el infinito, considerando además la reflexión básica sobre nuestra propia incapacidad e ignorancia para procesar y comprender el Mundo, pero esto no debería llevarnos a considerar inútil la modelización de nuestras explicaciones situacionales. Uno de los aspectos que vale la pena empujar, casi desde cualquier perspectiva, es una función política de representación y discusión, así como su consecuente función pública de priorización y gestión estratégica, que considera más esta complejidad. En Venezuela, sea cual sea el nivel del sótano al que hayamos caído, sin que importe el nivel de distorsiones que se han venido consolidando como parte de nuestra cotidianidad política y económica, vale la pena, desde el espacio local, reconstruir la discusión sobre el futuro de nuestra gente, sin esperar que de alguna capitalidad o desde el mismísimo Cielo, nos lleguen las soluciones.

Los liderazgos políticos, empresariales, sociales y ambientales que promuevan y canalicen esta discusión y retomen su compromiso con la gestión de transformaciones a partir del interés común, tendrán ventajas a la hora de lidiar con los retos del futuro.